martes, 27 de octubre de 2009

No Temer al Cambio

Muchas personas me preguntan por qué decidí trabajar con niños y no con adultos, pues la mayoría pensaría que es más fácil, ya que al menos los adultos hablan y los niños pequeños no.

La verdad es que tengo varias razones, como el hecho de que me encanta estar con ellos, escuchar sus temas, ver sus juegos, ver cómo descubren el mundo… ya que todo es nuevo y se maravillan de cada cosa; también porque son más sinceros, el cariño que a una le entregan es de verdad; pero la principal razón, es que siento que el trabajo más efectivo que se puede alcanzar en esta área, se logra con los niños.

Los adultos adolecemos de esa terrible enfermedad a la que llamo “adultez”, y que defino como la comodidad de seguir haciendo las cosas siempre de la misma forma, en la seguridad de lo conocido, no por ello de lo deseado. No es que nos falte creatividad, sólo es que nos asusta el desafío de alcanzar lo que realmente queremos.

Los primeros años de los niños y niñas están marcados por el cambio, por la transición de un estado a otro, de una etapa a otra; de una forma de hacer las cosas para hacerlas luego de otra distinta. Por ejemplo, pasar del gateo al caminar; ¿Por qué debería un niño dejar de hacer algo que le es tan cómodo y natural, para pasar a algo que al comienzo es tan difícil y hasta riesgoso? Aunque se asustan, tienen la confianza de que algo los está esperando un paso adelante y no temen darlo.

Para los pequeños, el probar cosas nuevas es un juego. Cuando se ven atrapados en una situación que no les gusta, que los incomoda, ellos buscan el cambio. Muchas veces no saben en qué dirección, y es ahí cuando necesitan una guía; y la buscan en sus padres, en su familia, en sus tías del jardín, en alguna persona lo suficientemente cercana que les de seguridad y confianza para cambiar.

Esa flexibilidad, esa capacidad para adaptarse, para enfrentar situaciones nuevas, es la que nos da señales de lo sano mental y emocionalmente que está un niño o niña. Por el contrario, el niño que se rigidiza en una postura, que se resiste a cambiar, que no posee un repertorio amplio de conductas que le de posibilidades para adaptarse a situaciones nuevas, es un niño del que debemos preocuparnos, pues claramente debe estar sufriendo.

Esto lo podemos ver mucho más en los adultos. Mientras se aferran a sus patrones tradicionales aunque estén convencidos que ya no encuentran el placer y el bienestar deseado, más infelices se sienten, y más síntomas físicos y emocionales presentan.

El cuerpo humano es tan sabio, que cuando no atendemos a nuestras reales necesidades psicológicas, se enferma. Busca la manera de poner una alerta igual que una alarma, que hasta que nos dejamos de hacer los sordos, no para de sonar. Es ahí, cuando hasta una simple gripe nos obliga a descansar, cuando el estrés amenaza con agotarnos por completo, nos impone la necesidad de cuidarnos y de parar.

En ese sentido, deberíamos ser más como los niños. Atrevernos a dar ese paso en la oscuridad. Y es que nos acostumbramos a caminar sólo si estamos seguros de que el piso esta firme, y si el ambiente que nos rodea es realmente seguro y protegido. Para eso tratamos de no dar ningún paso en falso, porque tenemos pánico al fracaso, sentimos un horrible temor a equivocarnos, a “pelarnos las rodillas”… ese miedo lo sufren los niños luego de tantas veces que se caen… pero aún así siguen corriendo… ¿O conocen alguno que haya dejado de hacerlo?.

Volviendo al ejemplo de porqué el niño pasa del gateo a la marcha, es tan simple como pensar que es lo que ven… a diario, frente a sus ojos existe esa maravilla… y ellos la quieren para sí mismos, ellos también quieren ponerse de pie y caminar.

Muchos de nosotros vemos también a los demás, haciendo lo que nos gustaría y queremos para nuestra vida, para nuestra existencia. ¿Por qué no es suficiente impulso? ¿Por qué no simplemente aceptamos el desafío de alcanzar lo que deseamos cuando lo vemos en los demás?

Las veces que he visto a un adulto movilizarse, buscar el cambio, ha sido después de sufrir una crisis; pero no cualquier crisis, una importante. Es como que necesitáramos no tener nada que perder… y encontrar que ese es el momento; después de una ruptura matrimonial, después de un diagnóstico de cáncer, después de la muerte de un ser querido, después de un fracaso económico, etc. Cuando sólo nos queda cambiar, porque ya no podemos seguir como estábamos.

Recuerdo entonces la historia del perro que aullaba y aullaba de dolor, y que un hombre le preguntó a su amo por qué lloraba el perro, éste le dijo porque se sentó arriba de un clavo. El hombre sorprendido le preguntó entonces, y por qué no se mueve, y el amo del perro le contestó… Porque no le duele tanto…

Por eso me gusta trabajar con niños. Porque ellos no dejan de buscar lo que quieren, no dejan de insistir cuando no están contentos con lo que tienen o dónde están, ni cómo están. Jamás se quedarían sólo reclamando “sentados arriba de un clavo”. Y no se asustan de las respuestas que les damos. Pueden no gustarles, como por ejemplo cuando les sugerimos que para que les vaya mejor en el colegio, deben estudiar, …al final ellos siempre buscarán una forma, buscarán sus respuestas.

Para una psicóloga clínica preescolar como yo, que me ha tocado recibir distintos cuadros clínicos, en niños de diferentes edades y de distinto sexo (es cierto que más varones que niñas), el factor común a todos ellos siempre ha sido encontrarlos en un punto ciego de su desarrollo, atorados, encerrados, presos del miedo a probar y de buscar el cambio.

Cuando son capaces de encontrar la confianza necesaria en ellos mismos, ya que no siempre la pueden encontrar en su ambiente, en su familia; comienzan a movilizar esa enorme fuerza interior con que contamos todos los seres humanos. Y así, lo que estaba detenido, comienza a tomar ritmo, logra una marcha, y esa energía fluye, buscando los espacios, buscando los cariños, buscando los amores. Es como si de pronto crecieran brazos emocionales para alcanzar a los otros… y piernas emocionales para caminar y hasta para correr.

Aprendamos a cambiar, aprendamos a buscar lo que queremos, aprendamos a correr, que una vez más nos damos cuenta que los niños nos están dejando atrás…

viernes, 23 de octubre de 2009

Qué ha pasado con la infancia

Cuando trato de ponerme en los zapatos de mis hijos para entender como viven ellos hoy su infancia, me doy cuenta de lo tremendamente distinta que es en comparación a lo que yo aún recuerdo, con tanto cariño en lo profundo de mi corazón, que fue la mía.

No quiero dar una falsa idea de que yo piense que una es mejor o peor que la otra; simplemente me refiero a que es obvio que son infancias muy, pero muy diferentes.

Este cambio surge obviamente de los cerca de 30 años que separan nuestras generaciones.

De pequeña, a los niños se nos cuidaba mucho, habían mil temas que no se tocaban delante nuestro y la inocencia era un bien sobrevalorado. El acceso a la información era mínimo. La televisión para la mayoría era restringida, no por un convencimiento paterno como lo es hoy en día, sino por el hecho de que no había muchos televisores en la casa, por lo que teníamos que compartirlos.

Menos mal los “monitos”, los daban en horarios en que los papás no estaban para quitarnos la “tele”.

Las teleseries, ponían en aprietos a las mamás cuando preguntábamos inquisidoramente de dónde salio la guagua, por eso cada cierto tiempo nos mandaban a ver algo a la esquina. Hoy no hay nada que esconder, ni que responder, porque las respuestas ya las tienen los niños, y lo explícito sólo nos sonroja a nosotros.

Las enciclopedias eran súper completas, indispensables en todo hogar, para hacer tareas, revisar mapas y, ...¡¡Ver las fotos de los animales!! Para mí eso, y los programas de la Vida Salvaje de Disney era maravilloso.

A los niños de hoy, les parecería casi cavernario el calcar un dibujo. Con esto de los scanners, y las fotocopiadoras en casa, poder navegar por Internet y recibir miles de imágenes a la petición de por ejemplo “Narval”, les parece simple, obvio y lógico. Les hemos dejado en claro que todo está ahí. Si alguien me hubiera mostrado un dibujo de un Narval cuando estaba en el colegio, habría pensado que me quería hacer una broma, y que era sólo un animal de cuento.

Y centrándome en el tema de la carga académica, doy gracias de haber ido al colegio en la década de los 70. Estoy segura, si no me falla la memoria, que no me enseñaron casi nada de lo que están viendo mis hijos actualmente en 2º y 3º básico, hasta que estaba en 5º. Y además, me encantaba recibir mis MB.

Ahora me agoto estudiando con ellos, porque aunque se supone que por la extensión horaria todo debería quedar revisado en el colegio; no siempre es así. Y aunque son niños que les va muy bien en el colegio, hemos debido aprender con el papá, a no asustarnos cuando la nota es bajo 6, y no poner un grito cuando es bajo 5.

Con tal cantidad de libros, cuadernos, guías y tareas de investigación, no es difícil entender que algunos se estresen un poquito, e incluso bastante; así como no es raro que estén cansados a fin de año. Es sintomático después de fiestas patrias, la letra se “horroriza”, hay más desorden en los cuadernos, aumentan las anotaciones y comunicaciones por no estar concentrado y atento en clases, y la pregunta eterna… ¿Cuánto falta para que se acabe el colegio?...

Además la enorme competencia que tiene el estudio de actividades mucho más entretenidas que hacer después de la jornada escolar; la oferta de talleres, actividades deportivas, etc., dentro y fuera del colegio, es enorme.

Y en la casa, espera siempre el computador con miles de juegos para desarrollar destrezas de todo tipo. Y si a esto le sumamos alguna consola de juegos, tipo playstation, xbox o Wii, uno se convierte en la bruja …¡¡“Sólo el fin de semana niños!!”

Comparando en este sentido ambas épocas, recuerdo que yo tenía todo el tiempo del mundo… y jugaba horas y horas a las muñecas… ¿Qué habría hecho con un PC en esa época?. Ahora compenso toda esa falta, jugando con ellos, y me siento nuevamente como de 10 años.

Retomando el tema de la televisión, …ahora todo es distinto con el cable. La posibilidad que tienen actualmente los niños de encender la “tele” a cualquier hora y encontrar monitos es increíble. Además, tienen la posibilidad de ver películas a cualquier hora del día… y cuantas veces quieran. Cuando mis papás me llevaron a ver la Guerra de las Galaxias, quedé alucinando como dos semanas… y no pude volver a verla hasta que ya grande arrendé el VHS, muchos años después (esto es muy loco). En cambio, mis hijos me aburrieron con ciertas películas en DVD, que veían (y aún ven) una y otra, y otra vez… ¡Se aprendían hasta los diálogos!.

Pero en este mundo, absolutamente globalizado, y tan lleno de información, existe en el aire una idea que puede llegar a tener un efecto tremendamente pernicioso para los niños, y que no tiene nada que ver con la sobreestimulación con la que nos asustan algunos especialistas.

Mi preocupación mayor se refiere a Estudios científicos en varios países, de los que me he enterado últimamente, acerca de la angustia que viven los niños en relación al riesgo que corren de no poder heredar un mundo donde crecer cuando sean grandes, y que posean bajas expectativas de que puedan ofrecer un planeta Tierra a sus hijos.

A mi esto me llena de pena, porque cuando yo fui niña, jamás me sentí amenazada por la posibilidad de desaparecer. Mi mamá me cuenta que ella si temía por nosotras, sus hijas, porque era la época de la guerra fría y del tan temido botón rojo del que se hablaba, capaz de destruir a la Tierra. Pero gracias al hecho de que a la hora de las noticias yo estaba jugando o durmiendo, nunca me enteré de eso, y por el teléfono negro de mi casa, con disco numérico para marcar, no se recibían noticias; como es posible ahora a través de los celulares conectados permanentemente a la red.

Cuando niña, si le hubieran quedado 5 minutos de existencia a la Tierra, yo ni me hubiera enterado. Habría seguido jugando a mis muñecas y no habría sentido ni la más mínima angustia. Pero pienso qué ocurriría ahora, si nos quedaran sólo 5 minutos de existencia, no dudo que nos enteraríamos… me imagino las imágenes en los Pc, notebooks, netbooks, celulares, televisores, etc. y todo aquello que este conectado a Internet… Me angustia la posibilidad de no estar en ese momento con mis niños; no poder contener su angustia, que me daría la fuerza para contener la mía.

Por esto creo que es la peor diferencia que encuentro entre esta infancia y la que mis padres me regalaron.

Hago una invitación a todos los papás y mamás, abuelos y abuelas, tíos y tías, profesoras y profesores, amigos y amigas a recuperar una infancia libre de angustia. Ya tendrán nuestros niños tiempo suficiente para angustiarse, por miles de cosas, porque esa es mi Fé, que aún queda mucho tiempo para que aprendamos a ser seres humanos, antes de abandonar este planeta.

Los invito a hablar menos de Calentamiento Global y más de cuidado al medio ambiente, de buscar nuevas y más limpias formas de energía, y trabajemos en ello.

Los invito a hablar menos de la Guerra, y más de los grandes hombres y mujeres de Paz, que nos han marcado el camino… Mahatma Gandhi, Sor Teresa de Calcuta, Martin Luther King, el Dalai Lama, Juan Pablo II, y tantos otros, que esperan de nosotros una actitud de mayor tolerancia a las ideas, mayor justicia y más entendimiento.

Los invito a hablar menos de la destrucción de bosques, selvas y tantos otros recursos de la Tierra. Mejor enseñemos a nuestros niños a renovar, a reparar, a reciclar, a reutilizar. Dejemos a un lado esta cultura de lo desechable.

Para terminar, me gustaría aclarar que a mí me gusta la Infancia que les estoy regalando a mis hijos, sólo que me gustaría …fuera aún mejor.

Mamá, ¿Qué hace un psicólogo?

Aún recuerdo cuando mi hijo mayor estaba en pre-kinder y debía preparar un trabajo para presentar a sus compañeros acerca de qué hacían sus papás, en qué trabajaban.

La pregunta me sorprendió, porque aunque yo tenía claro lo que hacía, no encontraba las palabras precisas para explicárselo a un niño de 4 años.

Me dí cuenta que para que él entendiera, debía aferrarme a cosas, conceptos e ideas, que él comprendiera, conociera y pudiera dibujar en su mente.

Le pedí un tiempo para preparar una respuesta. A veces como padres nos apresuramos mucho en contestar las interrogantes de nuestros pequeños, quizás por temor a no mostrarnos ante ellos como ignorantes o poco sabios, lo que me parece un error, porque sólo aprenden a dar respuestas impulsivamente, y a no pensar antes de contestar.

Cuando aclaré un poco más mis ideas, le conté primero acerca de dónde podía trabajar un psicólogo, y específicamente un psicólogo de niños como yo lo era. Le conté que podía trabajar en un colegio o un Jardín infantil, como también en una consulta parecida a la de los médicos.

Le expliqué que para mí, lo más importante era que los niños se sintieran bien; con sus padres, con sus familias, con sus amigos, con sus profesores y más aún, con ellos mismos.

Tuve que tocar temas que me di cuenta, eran muy ajenos, gracias a Dios, a mi pequeño. Temas que el conocía de amigos, de cuentos que habíamos leído (son muy importantes para aumentar la gama vivencial de un niño), de programas de televisión, etc. Hablamos de los niños que tienen a sus padres separados, de los niños que se enferman y tienen que estar en hospitales, de los niños que no saben hacer amigos porque son muy peleadores o muy temerosos de acercarse a otros (aún no manejaba el concepto de timidez), de los niños que pierden a un ser querido y sufren de mucha pena, y de los niños que aunque se esfuerzan mucho no les va bien en el colegio. La verdad es que no continué más y lo dejé hasta ahí, pues no quise adentrarme en otras realidades más duras como son el maltrato y el abandono; no quise meter en su cabeza ideas que lo pudieran angustiar demasiado ya que me pareció que con lo que habíamos conversado era suficiente.

Le conté que todos estos niños, muchas veces necesitan ir al psicólogo, porque aunque sus padres los quieren mucho, no saben cómo ayudarlos, no pueden.

Para explicar esto, hice una comparación con la salud física. Conversamos de las veces que él se había enfermado, y que habíamos ido a ver a la pediatra, porque aunque yo lo quisiera mucho, el necesitaba de remedios y de alguien que supiera lo que tenía, que hubiera estudiado para ello. Le mostré que aunque es cierto que a veces el sólo tiene un simple resfrío y no necesitamos molestar a la Tía, cuando es algo grave, los papás no dudamos en llevarlos al doctor.

Mi hijo lo comprendió rápidamente y me preguntó …¿Tú ves a los niños que tienen pena?... Probablemente el sentimiento que en ese momento a él le fue más cercano, porque después de hablar de todas estas cosas difíciles que pueden llegar a sufrir los niños como él, indudablemente nos invade la pena.

Pero no lo quería dejar con ese sentimiento, pues quería compartir con él la enorme alegría que siento al realizar mi trabajo.

Le contesté… “Sí, a los niños con pena y muchas cosas más, con enojo, con vergüenza, con lata… con todas las cosas que están en nuestro corazón y queremos compartir con la alegría y el amor.”

Me fue difícil explicarle que en la vida es necesario sentir cosas buenas y no tan buenas. Que la pena y la rabia son importantes, para notar la diferencia de cuando estamos alegres.

Le dije que lo malo era cuando un niño estaba siempre triste, que nada lo hacía sentir bien, y que además si uno le preguntaba… no sabía por qué. Le conté que cuando llegaba a verme un niño así, lo primero que debía hacer para ayudarlo era entender ese porqué, pero que no era fácil… y por eso lo tiene que hacer alguien como yo, un psicólogo.

Hablamos de lo bien que me sentía cuando un niño que yo atendía se mejoraba. Cuando lograban sentirse bien con sus papás, con su familia, con sus hermanos y disfrutaban nuevamente de las cosas simples. De lo felices que estaban los niños cuando se sentían bien en el colegio, con sus compañeros y profesores. Quería que el notara lo mucho que me gusta lo que hago.

Recuerdo que terminamos esa conversación con un fuerte abrazo. Luego buscamos fotos donde se veían niños con un adulto consolándose, jugando, conversando, y escribimos en un papel lo que él había entendido, para que las tías lo ayudaran a presentar su trabajo.

Por parte de mi marido el trabajo fue bastante más sencillo, y se lo explicó en forma mucho más práctica… él es Ingeniero.

Niños al psicólogo

Creo que uno de los momentos más difíciles de mi trabajo como psicóloga, no es cuando recibo a un niño para hacer un diagnóstico; sino cuando he debido ser la que inicia el proceso, es decir, explicar a un papá y a una mamá que deben llevar a su niño o niña a un colega para que éste le haga una evaluación. No es algo que les guste escuchar, aunque en cierta forma ya intuyen la necesidad. Ya les han llegado quejas, o han notado cambios de ánimo importantes en los niños, o son capaces de percibir dificultades en las relaciones afectivas que establecen sus hijos.

Cuando he sido yo la colega a la que derivan al niño, y esos padres llegan finalmente a mi consulta con su hijo o hija, ya han recorrido un largo camino emocional, de muchos cuestionamientos, de no saber si esperar o no, cuánto esperar, o de atacar el problema lo antes posible, exigiendo además respuestas rápidas.

Pero esto no siempre es así. Es cierto que muchos papás, llevan a sus niños por iniciativa propia al psicólogo; generalmente porque ellos han iniciado también un proceso terapéutico y piensan que sus hijos deberían ser evaluados y apoyados en alguna área de su desarrollo. Pero estos casos son los menos, y existe una gran reticencia a llevar a los niños a un especialista.

Los padres se resignan más cuando uno los envía a la fonoaudióloga, a la psicopedagoga, e incluso al neurólogo. Es curioso como somos más adeptos a los temas médicos. Pero en general, los padres presentan una enorme oposición cuando uno les plantea la idea de que el problema de su hijo o hija es de índole psicológico.

Mi teoría es que lo físico es evidente, claramente visible. Por ejemplo: “Señora su hijo tiene una fractura en la pierna, necesita yeso y una larga terapia de rehabilitación de 20 sesiones con kinesiólogo”. ¿Alguna madre se cuestiona ante tal aplastante diagnóstico?. Y si necesita bastón se lo compra, y si debe pagar taxi para llevarlo, lo hace.

Pero ¿dónde se ve, dónde se observa, un cuadro angustioso, o depresivo? Para mí es bastante evidente, pero para muchos papás es sólo un no querer comer por maña, o que le gusta llorar para llamar la atención, o pura flojera, etc. y “No es tanto tampoco”,… por último “Ya se le va a pasar”.

Ejemplo de situaciones que me ha tocado observar: Si un niño o niña tiene problemas porque lo molestan los compañeros, los padres corren al psicólogo del colegio, molestos además con las autoridades del establecimiento porque no han hecho nada para evitar el actuar de estos vándalos. Cuando llegan y uno les dice que al que hay que apoyar es a su hijo o hija, para lo cual se requiere una evaluación, y quizás hasta un trabajo terapéutico, porque se aprecia una baja autoestima, una pobre imagen de sí mismo, problemas para establecer vínculos significativos con sus compañeros, etc.… se sienten incomprendidos… su hijo o hija es sólo una víctima y lo que ellos esperaban es que se pusiera atajo a la situación, de lo contrario sacarán al alumno del colegio. Si así ocurre, en pocos meses, salvo que se presenten importantes factores protectores de cambio, la situación va a volver a repetirse, y una vez más ese niño o niña, volverá a iniciar el círculo por el cuál se convirtió en el blanco de las molestias de su grupo de pares.

Este largo camino emocional que viven los padres y al que me refería al comienzo, se ve impregnado de un sentimiento muy profundo, hasta inconciente, que conocemos como la Culpa.

Y por alguna extraña razón, muchos padres dejan de centrarse en el niño, para centrarse en ellos mismos. Su pena y su malestar es tan grande, con la tradicional pregunta …¿Qué hicimos mal?, que dejan de ver a su hijo o hija, quien es el que lo está pasando mal… y en los peores casos, además lo abandonan emocionalmente, por lo que tenemos niños que después del diagnóstico, ya no lo pasan mal… lo pasan pésimo. Gracias a Dios no siempre llega a tanto, pero siempre hay un grado culpa.

Esta culpa de los padres, se paga con el castigo del gasto económico al que se deben enfrentar. Una psicoterapia breve de 6 meses, puede llegar a costar entre unos $600.000 y $900.000. Esto se puede apreciar como una cifra aplastante, pero no tanto si lo contrastamos con una operación de adenoides de un valor de $1.300.000 (de acuerdo a mi experiencia materna personal). Ahora bien, debo reconocer que para estas últimas intervenciones, las coberturas de los planes de salud son mucho mejores y si además hay seguros asociados, puede verse bastante disminuida esta cifra. En relación a los planes en salud mental, vemos que no hay ningún punto de comparación. Pero esto sería un problema de políticas públicas que por ahora, no es mi tema.

Entonces, es ahí cuando los psicólogos clínicos debemos trabajar además con el shock de los padres.

Superadas las resistencias a la sugerencia de visitar un especialista, al diagnóstico que nos habla de una necesidad de terapia para nuestro hijo o hija, y luego de evaluar los costos, manejando emociones que van desde la pena, pasando por la culpa y llegando en algunos casos a la rabia, se inicia un compromiso de trabajo terapéutico. Si es terapia familiar, se establece una relación psicólogo-familia, y en mi caso, ya que yo trabajo directamente con el niño o niña, se inicia la relación paciente-terapeuta a la que yo llamo un “nosotros” tía-niño o tía-niña.

Y es entonces, cuando a pesar de haber sobrevivido a la etapa inicial, este “nosotros”, debe afrontar muchas más resistencias, hasta verdaderos boicots. Al parecer es muy duro para los padres ver los adelantos que un “otro” está logrando con su niño o niña. Y más encima si ve que sólo va a jugar!!.

En mi experiencia como psicóloga, es triste ver que en una cantidad importante los terapeutas infantiles no alcanzamos a terminar nuestro trabajo. Muchos padres se quedan sólo con el diagnóstico, y esperan que el problema se supere solo. Otros cuando ven que la situación está en franca mejoría, determinan que ya es suficiente y dejan de llevar al niño. Esto es como sacar a un niño de una operación sin esperar a que el cirujano haga los puntos. Y por último, muchos ocupan las vacaciones como una excusa para no volver.

Cuando he podido enterarme de que ha pasado con estos casos, penosamente la mayoría de los niños había sido enviado nuevamente a la consulta de un psicólogo, y como generalmente estos papás no quieren reconocer que no debieron haber dejado el trabajo de su niño o niña, buscan a otro especialista, con la secreta ilusión, que les de otro diagnóstico.

Pero gracias a Dios, hay un lado maravilloso, y es el que me llena de fuerza para seguir en este trabajo.

Cuando los padres en vez de quedarse sólo con la culpa, son capaces de hacerse responsables de esta situación y llenos de amor hacen hasta el máximo esfuerzo para llevar a su hijo o hija al psicólogo, cumplir con los requerimientos de una terapia, y terminarla; ahí es cuando podemos ser espectadores de la magia, que no nace de nosotros, …sino de lo profundo del alma humana, de la propia capacidad que tiene ese niño, esa niña, para reconstruirse, para reinventarse, para reestablecer los lazos sanos que le permitirán llegar muy lejos en su vida emocional, …tanto como le permita ésta, su propia magia interna… que nosotros como psicólogos, sólo hemos dejado fluir.

Pedir Ayuda

A todos, cuando pequeños, nos enseñan que si tenemos hambre debemos comer, que si tenemos sueño debemos dormir, que si tenemos frío debemos abrigarnos o si tenemos calor desabrigarnos, etc. Nos enseñaron a buscar un remedio a nuestras necesidades básicas.

A la mayoría nos hablaron de la importancia de ser buenos, atentos y preocupados con nuestros papás, con los amigos, con los demás. Y descubrimos que tener personas con quien compartir, es agradable y necesario para ser feliz. También nos enseñaron que comportarnos mal con los demás, nos puede llevar a quedar solos. Esto nos lo enseñaron a la mayoría… no a todos.

A sólo algunos enseñaron además, que si uno esta alegre puede reír, que si está triste puede llorar, que si está molesto puede verbalizar su molestia, que si siente vergüenza puede disculparse, etc. Es decir, la posibilidad de expresar nuestras emociones y nuestros sentimientos, favoreciendo a que las personas que nos rodean puedan entendernos, y con ello mantener relaciones sanas y gratificantes.

El problema es que sólo a una minoría, una muy pequeña, les enseñaron que además de todo esto… aunque los demás puedan ser capaces de entendernos… la gente no puede leer la mente… y eso que hay gente muy intuitiva, pero en realidad nadie puede saber qué nos pasa, qué es lo que sentimos, qué es lo que necesitamos, si no utilizamos esa maravillosa herramienta que es el lenguaje verbal humano.

Y junto con esto, una de las dificultades más grandes a las que nos vemos expuestos, por esta “falta de educación”, es que no sabemos cómo pedir ayuda.

En este sentido, todos manejamos cierta capacidad para hablar de lo que nos pasa, de lo que queremos y de lo que necesitamos, pero muchas veces… sólo nos enojamos con los demás, en especial con los cercanos, porque no son capaces de ayudarnos, incluso porque no son capaces de solucionarnos los problemas sin tener que pedírselo…

Esto es curioso, es como si guardáramos ese secreto deseo de que todos fueran como nuestras madres cuando éramos pequeños, que adivinaban lo que queríamos y nos lo traían, de que nos explicaran, …ellas a nosotros, qué es lo que nos pasaba, y encontraran la forma de remediar cualquier dolor y cualquier problema. Repito que cuando éramos pequeños, pues con los años… se pierde la telepatía, y aunque adivinaran lo que necesitamos, justo después de que sufren nuestra adolescencia, las madres entienden que es mejor que cada niño o niña, solucione solo sus problemas, y que busque sus propias respuestas.

Y es que esta incapacidad para pedir ayuda no nace con nosotros, es consecuencia de nuestro estilo de relacionarnos. Cuando somos niños pedimos ayuda constantemente porque reconocemos nuestras dificultades reales, pero a medida que vamos creciendo, se nos deja muy en claro que ya estamos “grandecitos” para eso. Aparecen frases como: “Ya deberías hacer eso tú solo”, o “Hasta cuando vas a esperar que te hagamos todo”. Es en ese momento cuando sentimos que debemos valernos por nosotros mismos, e incluso creemos que nadie va a ser capaz de entendernos, o que por el contrario vamos a mostrarnos débiles e incapaces, torpes y vulnerables, y caemos en una mudez emocional.

Entonces, cuando la situación obviamente nos sobrepasa, ya que en la vida nos topamos con muchos momentos para los que no estábamos preparados; nos vemos enfrentados a la necesidad de reaprender a pedir lo que queremos, a expresar nuestra necesidad, a mostrar nuestras dificultades, nuestras falencias y atrevernos finalmente a pedir ayuda. No es pedir que hagan las cosas por nosotros, simplemente es que nos den una mano, un apoyo, un consejo.

He visto esta dificultad en muchas personas adultas. Las he observado tener clara conciencia de que su vida no está bien, de que no están obteniendo toda la satisfacción que esperarían de sus relaciones, de su trabajo, de sus actividades cotidianas, pero no saben qué hacer para cambiar su situación.

Cómo psicóloga podría decir que nosotros, los psicólogos, como profesionales somos la única respuesta para quienes requieren de apoyo emocional, ...pero sé que esto no es así. A veces bastaría con saber pedir ayuda a la familia, a un sacerdote amigo, a un médico de confianza que sepa y quiera prestar oreja… y por que no, también a un profesional de la salud mental, psicólogo o psiquiatra. No somos la única respuesta, pero somos una muy buena opción.

Entonces, me temo que es esta falta de educación emocional, la que nos limita y nos impide acceder a algo que esta muy cerca, que es la posibilidad de sentirnos bien, de mejorar nuestra calidad de vida. Creo que para empezar, bastaría simplemente con el hecho de que nos demos permiso, reconociendo humildemente nuestra humanidad, para pedir ayuda.

Por lo mismo, quiero hacer una invitación a todos los padres y madres, educadores y personas cercanas a nuestros niños… no olvidemos en este largo camino de enseñanzas y aprendizajes, que cada pequeño y pequeña tiene derecho a no saber, tiene derecho a sentir temor, y por lo mismo, debe ser capaz de confiar en que estaremos ahí para tomar su mano, y que si la necesita recibirá nuestra ayuda, no importa si tiene 5, 10, 20 o 40 años, incluso 60 u 80.

Si quieres algo, si necesitas algo… por favor, pídelo. A lo mejor nadie podrá dártelo, pero al menos sabrás que diste un primer paso, reconocer una necesidad de cambio. Tema que espero abordar en alguna oportunidad.

jueves, 22 de octubre de 2009

¿Qué puede hacer un Psicólogo Clínico Infantil?

Cuando salí de la Escuela de Psicología con mi flamante título, sentía que tenía una amplia gama de posibilidades para trabajar.

En esa época, la cantidad de psicólogos había aumentado considerablemente, y ya que se trataba de una carrera de pizarra y profesor, las carreras de psicología en múltiples universidades, proliferaban como las callampas en el campo después de la lluvia.

Yo me sentía segura, pues mi título era de universidad tradicional y pensaba que eso me daría cierta ventaja, y en cierto modo… así fue, al principio.

Pasaron algunos meses antes que encontrara un trabajo remunerado. Mientras esperaba “algo”, seguía atendiendo los pacientes de mi práctica que aún sentía como mi responsabilidad aunque ya la hubiera terminado.

Además de esta actividad, que me hacía sentir aún en un ambiente seguro, ya que mi Escuela era casi como mi casa (estudiando, uno pasa demasiado tiempo en ella), trabajaba de voluntaria en un Jardín Infantil. Iba una o dos veces a la semana, a estar con las tías y los niños, apoyando en lo que se me requiriera; lo que me permitió entrar en contacto con una realidad que me llamaba poderosamente la atención, el mundo de los preescolares.

Además buscábamos con mis amigas un lugar económico para arrendar consulta y atender pacientes.

Es así como repartí muchos currículum y tarjetas. Esperaba esa llamada que me abriera las puertas al mundo laboral. Al fin me llamaron a formar parte de un Programa Social con atención a escolares, en una Municipalidad, lo que me llenó de emoción. Fui a la entrevista, y no quedé. Sentí la frustración. Después de poco tiempo, me volvieron a llamar, y está vez sin entrevista entre a trabajar (después me enteré que la psicóloga que había quedado originalmente, vislumbró lo que se venía y se retiró… y por eso, como segunda opción me llamaron)… y me convertí en empleada pública… lo que no es tema fácil.

Ahí tuve una época de gloria, donde todo (o casi todo) iba bien, pero hay que saber moverse en esos programas… pues depende demasiado la sobrevivencia de éstos, quién esté a la cabeza. Y así fue como el Programa murió y yo quedé nuevamente cesante… (¿O por primera vez?).

Cabe señalar, que en ese Programa estuve la no despreciable cantidad de 4 años, y entre medio también atendía pacientes (no muchos) en una consulta que arrendaba una tarde a la semana, y además hice clases de Psicología dos años en un Instituto a asistentes de educación de Párvulos, hice un Post-título de Psicología Social y me casé.

En relación al Jardín, trabajé ahí hasta que con mucha pena, me sobrepasaron mis nuevas obligaciones y debí abandonarlo por completo.
Al estar en el Programa Social con escolares, me tocó enfrentar principalmente la enfermedad, los problemas graves de salud mental, y no sólo los tradicionales problemas de aprendizaje y déficit atencional, sino también el maltrato y el abandono.

Quizás por ese motivo, además de trabajar, hacer clases y la consulta; fue que decidí hacer el Post-título en Psicología Social. Para que me dieran más herramientas para enfrentar los dramas que me tocaba atender en el día a día, y lograr un enfoque más preventivo.

Descubrí que no hay post-título que te prepare para esos problemas, no se puede hacer mucho cuando lo social además depende de “voluntades políticas”.
Entonces, al dejar de trabajar en la Municipalidad, y de descubrir como los recursos para los Programas Sociales van y vienen, hasta que desaparecen por completo; mi pregunta fue… y ahora ¿Qué hacer?...

Como toda psicóloga clínica que se precie de tal, me fui a trabajar a un colegio… (mal chiste para las psicólogas educacionales). Allí realicé entrevistas de admisión, elaboración de material para talleres relacionados con el tema de la transversalidad, y lo más entretenido… trabajar con los niños.

Es curioso experimentar la dualidad de la psicología clínica. Trabajar con la enfermedad puede llegar a producir un gran estrés, aunque es enormemente significante, útil y necesario; y el trabajar con niños en talleres, con un enfoque principalmente preventivo, puede ser enriquecedor y gratificante, menos estresante, pero hace que uno se cuestione su utilidad pues en el fondo uno sabe que esos niños están sanos, y entonces, aparece la culpa.

Fue entonces, cuando había logrado cierta estabilidad, trabajando muy motivada en el colegio, y con mayor estabilidad en la consulta, que mi vida dio un vuelco inesperado.

Después de un año y medio de matrimonio, a mi esposo lo trasladaban a otro país. Por consecuencia (el tradicional contigo pan y cebolla), dejé el colegio y la consulta.

Entonces nuevamente… ¿Qué hacer? La repuesta era lógica, podría ir a estudiar, y sin hijos podría hacer mi anhelado Magister.

No contaba, pues nadie puede preveer cosas así… el proyecto de mi esposo no fue viable y luego de tres meses volvimos a casa. Adiós Magister.

No tenía nada, pues había dejado todo atrás. Responsablemente todo cerrado. Pacientes derivados y amiga en mi puesto en el colegio… no podía volver.

Nuevamente… ¿Qué hacer?

La respuesta me la dio la vida, me hice madre… y me retiré por 4 años a vivir “a concho” lo que tanto predicaba… la Maternidad, el Apego en su grado máximo… al 100%.

Temí por algún momento no encontrar un sitio dónde reinsertarme en el mundo laboral y surgió la posibilidad de volver a trabajar en un colegio.

Pero uno cambia, las realidades cambian y viví una situación muy difícil. Tal vez erré en la orientación del colegio, pues al transcurrir del tiempo, me dí cuenta que mi trabajo sólo condenaba a los niños que atendía; etiquetándolos al punto de llevarlos directo a su cancelación de matrícula. ¿Cómo proponer que un niño necesita ayuda seria, porque presenta un problema real, sin que eso lo llevé a ser calificado como no indicado para la exigencia del colegio?.

Cuál quijote, me tiré contra los molinos… y justo antes de caer en una depresión… corrí a perderme… sin tener claridad acerca de mi futuro… Lo que sí sabía, es que en ese momento esperaba a mi tercer hijo.

Y ahora ¿Qué hacer?... Embarazada, imposible buscar un trabajo… tampoco impulsar una consulta… y ya descartados los Programas Sociales y los colegios exitistas… se disminuían las posibilidades…

Buscando, pensando… llegó la iluminación. Fue así como me convertí en empresaria. Con el patrocinio absoluto de mi madre, compramos un Jardín Infantil y me convertí en Directora. Eso fue en marzo del 2005, con 6 meses de embarazo, y con mis dos hijos mayores ingresando al colegio.

Ha sido increíble este proceso. Tenía en ese momento, bastante avanzados algunos temas. Gracias a mi experiencia voluntaria en el primer Jardín Infantil, las clases que hice a asistentes de educación de párvulos, el trabajo con apoderados en el Programa Social con escolares, la elaboración de material y talleres en el colegio… todo servía y presagiaba un futuro esplendor… Lástima que no tenía ninguna idea de cómo llevar un negocio…

En este trabajo estoy actualmente, sin mucho éxito económico, pero con una riqueza vivencial, que quizás es lo que me impulsa en estos momentos a pulsar cada tecla e imprimir con emoción estas palabras… para dar sentido a este enorme proyecto realizado… que jamás se expresó en cifras azules y me condena nuevamente… al terminar este año… a hacer la eterna pregunta…Y ahora… ¿Qué hacer?.

Sin embargo, espero haber contestado la pregunta inicial… y espero falte aún una parte importante de la respuesta… Cómo se podrá deducir… hay muchas cosas que puede hacer un Psicólogo Clínico Infantil.

Psicología Preescolar

Llamamos etapa preescolar, al período comprendido entre el fin de la Lactancia (2 años aprox) y como lo dice su nombre, previo a que el niño comience su etapa escolar (1º básico, 6 años aprox.).

La psicología del preescolar, se refiere al estudio del comportamiento de niños y niñas de esta edad; que incluye los factores sociales, afectivos, cognitivos y físicos propios del desarrollo de todos los seres humanos, en todas sus dimensiones.

Esta gran cantidad de factores y variables que construyen finalmente a la PERSONA, son los responsables de que cada uno de nosotros sea un universo único y maravilloso.

Es por esta razón, que al aventurarme a tratar estos temas, me siento en la obligación de dejar en claro, que en la mayoría de los casos, haré referencia a generalidades, a conductas promedio y, a lo esperado. Sin embargo, todos los que trabajamos con niños, sabemos que jamás encontraremos un libro, artículo o ensayo de psicología infantil, con la capacidad y riqueza tal de abarcar la infinita particularidad que encierra cada ser humano.

Mi conocimiento del tema, surge del hecho de haber alcanzado el Título de Psicóloga el año 1994, especializándome en psicología clínica infantil… leyendo una innumerable cantidad de libros, presentando un sinnúmero de exámenes y disertaciones, así como realizando las prácticas de rigor para llegar a ello.

Pero principalmente, creo que mi real aprendizaje lo he alcanzado a través del trabajo que he desarrollado desde ese momento; en lo clínico como terapeuta, hace 5 años como Directora de un Jardín Infantil, y de ser madre; es decir, del contacto diario con niños, única y fidedigna fuente de conocimiento (Estando con ellos, aprendí cosas que no encontré en ningún libro, ensayo o artículo).

Mi intención de escribir y plasmar mis ideas, no surge de la ambición de completar los conocimientos de otros con mis vivencias; sino simplemente del placer de compartir, tanto experiencias como sentimientos, pues creo que las vivencias son personales, y por ello sólo me queda invitar a otros a buscar las suyas propias y a que, si así lo desean, también las compartan.