viernes, 23 de octubre de 2009

Niños al psicólogo

Creo que uno de los momentos más difíciles de mi trabajo como psicóloga, no es cuando recibo a un niño para hacer un diagnóstico; sino cuando he debido ser la que inicia el proceso, es decir, explicar a un papá y a una mamá que deben llevar a su niño o niña a un colega para que éste le haga una evaluación. No es algo que les guste escuchar, aunque en cierta forma ya intuyen la necesidad. Ya les han llegado quejas, o han notado cambios de ánimo importantes en los niños, o son capaces de percibir dificultades en las relaciones afectivas que establecen sus hijos.

Cuando he sido yo la colega a la que derivan al niño, y esos padres llegan finalmente a mi consulta con su hijo o hija, ya han recorrido un largo camino emocional, de muchos cuestionamientos, de no saber si esperar o no, cuánto esperar, o de atacar el problema lo antes posible, exigiendo además respuestas rápidas.

Pero esto no siempre es así. Es cierto que muchos papás, llevan a sus niños por iniciativa propia al psicólogo; generalmente porque ellos han iniciado también un proceso terapéutico y piensan que sus hijos deberían ser evaluados y apoyados en alguna área de su desarrollo. Pero estos casos son los menos, y existe una gran reticencia a llevar a los niños a un especialista.

Los padres se resignan más cuando uno los envía a la fonoaudióloga, a la psicopedagoga, e incluso al neurólogo. Es curioso como somos más adeptos a los temas médicos. Pero en general, los padres presentan una enorme oposición cuando uno les plantea la idea de que el problema de su hijo o hija es de índole psicológico.

Mi teoría es que lo físico es evidente, claramente visible. Por ejemplo: “Señora su hijo tiene una fractura en la pierna, necesita yeso y una larga terapia de rehabilitación de 20 sesiones con kinesiólogo”. ¿Alguna madre se cuestiona ante tal aplastante diagnóstico?. Y si necesita bastón se lo compra, y si debe pagar taxi para llevarlo, lo hace.

Pero ¿dónde se ve, dónde se observa, un cuadro angustioso, o depresivo? Para mí es bastante evidente, pero para muchos papás es sólo un no querer comer por maña, o que le gusta llorar para llamar la atención, o pura flojera, etc. y “No es tanto tampoco”,… por último “Ya se le va a pasar”.

Ejemplo de situaciones que me ha tocado observar: Si un niño o niña tiene problemas porque lo molestan los compañeros, los padres corren al psicólogo del colegio, molestos además con las autoridades del establecimiento porque no han hecho nada para evitar el actuar de estos vándalos. Cuando llegan y uno les dice que al que hay que apoyar es a su hijo o hija, para lo cual se requiere una evaluación, y quizás hasta un trabajo terapéutico, porque se aprecia una baja autoestima, una pobre imagen de sí mismo, problemas para establecer vínculos significativos con sus compañeros, etc.… se sienten incomprendidos… su hijo o hija es sólo una víctima y lo que ellos esperaban es que se pusiera atajo a la situación, de lo contrario sacarán al alumno del colegio. Si así ocurre, en pocos meses, salvo que se presenten importantes factores protectores de cambio, la situación va a volver a repetirse, y una vez más ese niño o niña, volverá a iniciar el círculo por el cuál se convirtió en el blanco de las molestias de su grupo de pares.

Este largo camino emocional que viven los padres y al que me refería al comienzo, se ve impregnado de un sentimiento muy profundo, hasta inconciente, que conocemos como la Culpa.

Y por alguna extraña razón, muchos padres dejan de centrarse en el niño, para centrarse en ellos mismos. Su pena y su malestar es tan grande, con la tradicional pregunta …¿Qué hicimos mal?, que dejan de ver a su hijo o hija, quien es el que lo está pasando mal… y en los peores casos, además lo abandonan emocionalmente, por lo que tenemos niños que después del diagnóstico, ya no lo pasan mal… lo pasan pésimo. Gracias a Dios no siempre llega a tanto, pero siempre hay un grado culpa.

Esta culpa de los padres, se paga con el castigo del gasto económico al que se deben enfrentar. Una psicoterapia breve de 6 meses, puede llegar a costar entre unos $600.000 y $900.000. Esto se puede apreciar como una cifra aplastante, pero no tanto si lo contrastamos con una operación de adenoides de un valor de $1.300.000 (de acuerdo a mi experiencia materna personal). Ahora bien, debo reconocer que para estas últimas intervenciones, las coberturas de los planes de salud son mucho mejores y si además hay seguros asociados, puede verse bastante disminuida esta cifra. En relación a los planes en salud mental, vemos que no hay ningún punto de comparación. Pero esto sería un problema de políticas públicas que por ahora, no es mi tema.

Entonces, es ahí cuando los psicólogos clínicos debemos trabajar además con el shock de los padres.

Superadas las resistencias a la sugerencia de visitar un especialista, al diagnóstico que nos habla de una necesidad de terapia para nuestro hijo o hija, y luego de evaluar los costos, manejando emociones que van desde la pena, pasando por la culpa y llegando en algunos casos a la rabia, se inicia un compromiso de trabajo terapéutico. Si es terapia familiar, se establece una relación psicólogo-familia, y en mi caso, ya que yo trabajo directamente con el niño o niña, se inicia la relación paciente-terapeuta a la que yo llamo un “nosotros” tía-niño o tía-niña.

Y es entonces, cuando a pesar de haber sobrevivido a la etapa inicial, este “nosotros”, debe afrontar muchas más resistencias, hasta verdaderos boicots. Al parecer es muy duro para los padres ver los adelantos que un “otro” está logrando con su niño o niña. Y más encima si ve que sólo va a jugar!!.

En mi experiencia como psicóloga, es triste ver que en una cantidad importante los terapeutas infantiles no alcanzamos a terminar nuestro trabajo. Muchos padres se quedan sólo con el diagnóstico, y esperan que el problema se supere solo. Otros cuando ven que la situación está en franca mejoría, determinan que ya es suficiente y dejan de llevar al niño. Esto es como sacar a un niño de una operación sin esperar a que el cirujano haga los puntos. Y por último, muchos ocupan las vacaciones como una excusa para no volver.

Cuando he podido enterarme de que ha pasado con estos casos, penosamente la mayoría de los niños había sido enviado nuevamente a la consulta de un psicólogo, y como generalmente estos papás no quieren reconocer que no debieron haber dejado el trabajo de su niño o niña, buscan a otro especialista, con la secreta ilusión, que les de otro diagnóstico.

Pero gracias a Dios, hay un lado maravilloso, y es el que me llena de fuerza para seguir en este trabajo.

Cuando los padres en vez de quedarse sólo con la culpa, son capaces de hacerse responsables de esta situación y llenos de amor hacen hasta el máximo esfuerzo para llevar a su hijo o hija al psicólogo, cumplir con los requerimientos de una terapia, y terminarla; ahí es cuando podemos ser espectadores de la magia, que no nace de nosotros, …sino de lo profundo del alma humana, de la propia capacidad que tiene ese niño, esa niña, para reconstruirse, para reinventarse, para reestablecer los lazos sanos que le permitirán llegar muy lejos en su vida emocional, …tanto como le permita ésta, su propia magia interna… que nosotros como psicólogos, sólo hemos dejado fluir.

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